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“Dios nos ha dado diez Mandamientos, pero como son muchos, lo mejor fue resumirlos en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Hasta aquí, nada nuevo sobre el horizonte. Vamos a más: “Pero como yo soy muy chulo, le he añadido un matiz, y es que al prójimo hay que amarlo no como a ti mismo, sino más que a ti mismo. Esto es muy rentable, porque si cada uno lo aplicáramos con los demás, seríamos muy amados por el mundo entero”. Optimización de Recursos, lo llamarían los expertos en Recursos Humanos. Yo no soy experto en nada, así que lo llamo ´a ver quien es el guapo que te dice que no´. Porque quien lo dice no teoriza sobre el amor, sino que lo aplica con su vida, clavado a una silla de ruedas como Cristo a su Cruz.

Estábamos en Lourdes, formando parte de una de las dos Hablemos del Amor

El Amor no es un ente que flota en el aire y se transfiere por ósmosis, ni se multiplica por esporas que van y vienen según el capricho del viento, ni se recibe recargando unas baterías (¿?) de energía positiva en una reunión rollo New Age. El Amor, y esto es lo mejor,  es un acontecimiento, es una Realidad, con identidad, con nombre, apellidos y rostro, que se concreta en nuestra vida mediante una decisión que se toma, o no se toma. O se pone en práctica, o no. El Amor que yo he conocido estos días en Lourdes ha ido sucediendo entre los miembros de la Hospitalidad de Nuestra Señora de Lourdes cargando carros, empujando sillas, acompañando a enfermos, curando heridas -muchas más de ellas invisibles que visibles- a golpe de caricias, de miradas, de gestos concretos como hacer una cama, dar una papilla, limpiar la baba o cambiar un pañal. Suena la campana. Empieza el segundo round.

Mirad estas dos caras. Mirad la de la mujer que vive sentada en su silla. Mirad la de la joven hospitalaria. Yo las vi, y llegué al hospital buscando un resuello de aire por el que respiraran las lágrimas que me brotaban cuando, de repente, explotaron en mi cara unos enfernos de sida dando gracias a sus enfermeros, y de ver con mis propios ojos como un piloto de combate rompía a llorar al darles las gracias a ellos por dejarse cuidar. Eran lágrimas sinceras las de este militar, de las que brotan de un lugar que ha sido curado de espantos con un sencillo gesto: el de amar.

Me encontré entonces en el descansillo de una planta del hospital, donde una señora de unos cincuenta años, rodeada de un grupo de enfermos y enfermeras, les decía: “Gracias por lo que hacéis. Lo que hacéis vosotros no tiene límites. Por cuidarnos nos limpiáis hasta el pis. Lo sé porque yo anoche me lo hice encima y vino una de vosotras, una niña, una jovencita preciosa, y me limpió con tanto amor, con tanta ternura, que yo me di cuenta de que tal y como me limpiaba ella solo limpia una madre a su hija. Eso es amor, y ese amor solo se puede hacer así cuando se tiene a Cristo en el corazón. Por favor, no lo perdáis nunca”.  Esa es la identidad del acontecimiento que vivimos en Lourdes. Cristo. Jesús de Nazaret. Es de Él de conde radica toda esta locura de amor que lleva a amar a unos y a otros no solo como a uno mismo, sino un poquito más. Es una locura que no quita la paz, sino que la regala. Es un locura de amor como lo fue la cruz. La clave me la dio Javier, mi jefe de equipo de Material, cuando le pregunté por los enfermos: «¿Los enfermos? ¡Joder, Suso, los enfermos son Cristo!». Me lo gritó porque yo peregriné a Lourdes contagiado por un mundo para el que es incomprensible que 400 personas, con su vida, con sus cosas, dediquen un puente tan cotizado como el de San Isidro para dedicarse en cuerpo y alma, dormidos y despiertos, mojados por la lluvia, secos de egoísmos, empapados de alegría, a 204 enfermos con patologías y minusvalías de todo tipo. Es una locura que al contrario que las demás,  hace al mundo mejor. Una locura que da consuelo entre tanta pena, que da luz en la oscuridad. Es una locura de atar que de tanto amar se convierte en cordura. Esto es lo que son los miembros de la Hospitalidad, un atajo de cuerdos de remate. Otra campana, tercer round.

Ayúdame a vivir

Sergio también es paralítico. Su cuerpo me pone en la mente la imagen de un grupo de locos arrancando las losas de un tejado en Tiberiades y descolgando su camilla en medio de un gentío que abarrotaba una pequeña casa. Jesús lo curó, salió andando de allí y aquel puñado de locos quedaron para la foto como los chicos más listos de la clase.

Pensando en Sergio, en aquel otro paralítico y en los hombres que lo bajaron desde el tejado abierto, pienso que no hay tanta distancia entre ellos y los que son capaces de meter a docientos enfermos en tantos autobuses para llevarlos ante la Madre de Jesús. No, no es tanta la distancia entre la cordura de aquellos y la de estos, convirtiéndose así en protagonistas mismos del Evangelio. Pero sigamos con Sergio, que le dictó como pudo a una enfermera una oración para que se la llevase a la gruta de la que mana el agua como el amor interminable, limpio, claro, refrescante de Dios. Luego, Sergio le dio permiso para leerla en publico. Ahí va:

“María, yo he venido para que cures mi alma herida. También he venido para sentir a mi madre y para que me adoptes como hijo porque necesito una madre. Cuida a mi madre. Era la mejor, a parte de ti. Ayúdame, bendíceme, cuídame y llévame algún día al lado de mi madre. Es lo que más deseo en la vida. Ayúdame a aprender del Maestro, tu Hijo. Cuida a mis mujeres. Ayúdame a vivir”.

El «ayúdame a vivir» de Sergio rompe en mil pedazos cualquier argumento contra la vida del enfermo, del discapacitado. No es un tema de ideologías, ni de conocimientos, ni de solidaridades. No es un tema de nada discutible. Es un tema de ser humano, o no serlo. Es un tema de Amar, con personas concretas, con vidas reales. Y te lo creas o no, todo esto sucede. Te puedes quedar mirando, o ponerte manos a la obra y empezar a Amar de una vez. Yo, me subo al carro. Carro azul, por supuesto, con capota, tracción a las dos piernas, sonrisa de serie y motor de corazón.

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